viernes, 20 de enero de 2012

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Cuando las luces se apagaron, Mauricio Babilonia se sentó a su lado. Meme se sintió chapaleando en un tremedal de zozobra, del cual sólo podía rescatarla, como había ocurrido en el sueño, aquel hombre oloroso a aceite de motor que apenas distinguía en la penumbra.
—Si no hubiera venido —dijo él—, no me hubiera visto más nunca.
Meme sintió el peso de su mano en la rodilla, y supo que ambos llegaban en aquel instante al otro lado del desamparo.
—Lo que me choca de ti —sonrió— es que siempre dices precisamente lo que no se debe.
Se volvió loca por él. Perdió el sueño y el apetito, y se hundió tan profundamente en la soledad, que hasta su padre se le convirtió en un estorbo. Elaboró un intrincado enredo de compromisos falsos para desorientar a Fernanda, perdió de vista a sus amigas, saltó por encima de los convencionalismos para verse con Mauricio Babilonia a cualquier hora y en cualquier parte. Al principio le molestaba su rudeza. La primera vez que se vieron a solas, en los prados desiertos detrás del taller de mecánica, él la arrastró sin misericordia a un estado animal que la dejó extenuada. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que también aquella era una forma de la ternura, y fue entonces cuando perdió el sosiego, y no vivía sino para él, trastornada por la ansiedad de hundirse en su entorpecedor aliento de aceite refregado con lejía.




{Gabriel García Márquez - Cien años de soledad}

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